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◖ 29 ◗  

VÍKTOR.

Se decía que cuando nos manteníamos entretenidos, cuando estábamos disfrutando de un momento o una persona, no notábamos el transcurrir del reloj. Pues bien, no mentían.

Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba allí, quizá más de diez minutos, los cuales me habían parecido veinte segundos como mucho. Mi pecho subía y baja de agitación por los movimientos bruscos, constantes y apresurados que había hecho durante ese período; mi cabello —que primero permaneció húmedo y pegado a mi frente— estaba moderadamente peinado hacia atrás y solo unos pocos mechones rebeldes apuntaban en diferentes dirección, a comparación a cómo había llegado aquella noche, estaba contento con tener al menos un poco de poder sobre mi pelo. Mientras que mantuve intacto el color de mi bata, la blancura de los guantes de látex se había oscurecido y convertido en carmesí, dejando prever mi juego sucio y sangriento.

Observando la no tan enriquecedora escena que se lucia ante mí, volví a cerciorarme de que todo estuviera como lo había pensado; ordenado y limpio, no quería seguir perdiendo tiempo, ni mucho menos tener que cambiar algo a último momento. El ser detallista, ostentoso y perfeccionista que llevaba dentro de mí lo tendría que excluir para otra ocasión y dejar las cosas como estaban sino quería quedarme allí hasta la madrugada, arreglando centímetro por centímetro. Sabía que tenía que apurarme y no molestarme tanto en crear una obra maestra que no sería contemplada como correspondía, debía de conformarme con lo que tenía sino quería perder a Alejandra de nuevo por no estar satisfecho... y, esa vez, sería para siempre.

La matanza que había hecho la separaría de mí si la policía llegaba y nos encontraba rodeados de los cuerpos que yacían en el suelo sin vida. Quizá se había excedido y cometió delitos que pudimos haber evitado, a lo mejor hubiésemos buscado otra solución juntos, pero no tuvimos tal oportunidad. A decir verdad, nunca pensé que mi esposa podría llegar tan lejos, ni siquiera podía ver culpa en sus ojos por las muertes que causó. Parecía relajada, como si ser una homicida fuera una rutina para ella, como si le agradaba y gustaba ver tanto rojo esparcido por toda la superficie.

Sí, asesinó a la persona que había atropellado a nuestra hija, Andrew, pero tuvo una buena justificación para tal acción. Tal vez yo lo hubiese hecho también, pero mi profesión me ayudó a manejar el asunto y no cometer ninguna locura por más que quisiera.

Incluso me controlé en ese momento en que tenía a Léonard inconsciente frente a mí, tan indefenso y vulnerable. Aun sabiendo que se quiso propasar con mi mujer no le hice daño, al menos no físicamente. Pude haberlo matado, porque realmente se lo merecía pero había otra idea más descabellada y esa fue la que tomé, además porque de nada me serviría estando muerto.

Se suponía que tenía que haber un culpable, alguien que tomara la responsabilidad absoluta y que quedara como el causante de todas esas muertes. ¿Y quién mejor que Léonard? Nadie. Él, el director del lugar, el que había recibido acusaciones de sus ex–pacientes sería quien se pusiera la carga del problema en el hombro, quien diera la cara por nosotros. Claro estaba que no esperaríamos a que despertara y ofrecérselo, sino que él, sin su consentimiento, lo haría. Era eso o eso, otra salida no tendría.

Él pagaría sus males de una manera u otra, y, aunque, esa no era la forma indicada, quizá le vendría bien un escarmiento. Había dañado a muchas personas, el que quedara encerrado en el psiquiátrico y atribuirle el cargo por las muertes de su personal no era ni la mitad de lo que se merecía.

Pero me bastaba con eso ya que todo estaba resuelto y listo.

Lo miré por última vez, su ropa estaba bañada en sangre, la cual le pertenecía a sus guardias. Me había llevado tiempo el quitarle la bata y camisa, y pasarla sobre los charcos color carmesí que recorrían el pasillo, pero valió la pena. En su mano estaba el arma que yo había cargado, y que me apresuré a limpiar para que mis huellas dactilares no quedaran en ella. Todo estaba pulcramente prolijo para que nada nos involucrara en ese asunto, no dejaríamos rastros, nadie sabría que habíamos estado allí y nosotros podríamos seguir con nuestras vidas como si nada hubiera sucedido.

Incluso Alejandra había quitado el cuerpo de Campos de su habitación, y lo había trasladado a la que actualmente estábamos, por supuesto que no sin antes asegurarse de limpiarle el cuello y quitar sus huellas.

Todo estaba calculado: Léonard había creado la masacre, Matt se escondió y fue el último en morir. Por ello era que lo habíamos puesto a los dos en un mismo lugar, al abrir sus ojos sería lo primero que vería y eso sería fatal para su frágil mente.

La locura siempre estaba, desde que nacíamos. Solo bastaba un pequeño empujón para despertarla, y, gracias a nosotros, Ferrer llegaría a ella sin interrupciones ni dificultades.

— ¿Terminaste?— me preguntó mi esposa, desde la puerta.

La observé y comprobé que me había hecho caso y se quitó de la ropa manchada. En ese instante vestía un bonito jean azul y la camiseta negra de tirantes limpia y reluciente que debía de llevar debajo del traje reglamental del psiquiátrico. Ni siquiera sabía por qué no había señal de sangre en ella; conociendo lo que había estado haciendo, supuse que era por el color oscuro de la prenda que impedía ver a simple vista las gotas carmesí, o quizá no estaba sucia y se había resguardado dentro del overol.

Sonreí cuando noté que sobre todo eso llevaba una bata médica blanca que le quedaba enorme, debido a que era un poco más grande de lo que ella usaría habitualmente.

Me gustó volver a verla portando algo que me pertenecía.

— Sólo falta una cosa.— tomé la mano de mi jefe, la cual tenía el arma y le apunté al cuerpo muerto de Campos.

Sabía que investigarían a fondo ese caso, así que teníamos que hacer las cosas bien sin olvidarnos de ningún paso; para que lo acusaran por asesinato, Léonard debía de tener pólvora en su piel y que mejor manera de hacerlo que no fuera disparándole a su guardia.

Sonreí con satisfacción, y jalé del gatillo. Esa noche, todo estaba saliendo de maravilla, y yo estaba feliz porque ya tenía a mi mujer de regreso.

— Creo que eso es todo.

— ¿Estás seguro?— indagó y yo la miré confundido— Quiero decir, cuando investiguen notaran que Matt no murió por un disparo.

— Tienes razón.— estuve de acuerdo, tomando el arma una vez más y vaciando el cargador. Después busqué un bolígrafo en los bolsillos de quien era mi jefe hasta ese entonces y me acerqué hasta el cuerpo del guardia.

Sin titubear, hundí el objeto en una de las aberturas que tenía en su cuello y dejé que se manchara de sangre. Parte de ella salió disparada hasta comenzar a ensuciar la piel pálida del hombre.

— No seas tan satánico, Víktor.— habló mi esposa, cubriéndose la boca con una de sus manos.

Le mostré una sonrisa fingida.

— ¿Te recuerdo quién hizo todo esto?— dije, refiriéndome a los diversos orificios que la anatomía tenía.

Ella me fulminó con la mirada, antes de cruzarse de brazos.

— Como sea. Apresúrate.

Asentí, dejando mi acto sangriento para acercarme al otro cuerpo y dejar el bolígrafo en la mano de quien sería el responsable de absolutamente todo.

Con eso les haríamos creer a la policía que Campos estaba asustado y que al ver a Léonard con sangre supuso que todo lo había provocado él. Sabiendo lo que el temor les hacia a las personas, el guardia intentaría defenderse y atacarlo, pero no contó con que mi jefe sería más rápido y le dispararía. Al comprobar que no le quedaban más balas— porque fueron quitadas por mí— le apuñalaría el cuello con su bolígrafo hasta matarlo.

Brillante, ¿Verdad?

— Ahora sí, cariño. Salgamos de aquí.— dije, acercándome a ella y pasando mi brazo por su cintura.

Había echado de menos sentir su piel contra la mía, su calor y aroma. Había anhelado tanto por ese momento, que no dejaría que nada estropeara nuestro nuevo comienzo.

El camino por los pasillos fue rápido, ya había mencionado sobre eso de que el transcurso del tiempo sucedía rápidamente cuando estábamos entretenidos o con nuestra persona especial; pues bien, en ese recorrido yo estaba con mi amada y los minutos pasaron a velocidad luz. Dejándonos ya a mitad de ruta de nuestra libertad.

— ¿Bajaremos en el ascensor o por las escaleras?— indagó, mientras que atravesábamos por el anteúltimo pasillo. Su mano se aferró a la mía con tanta fuerza que cerré mis ojos por unos leves segundos, entrelazamos nuestros dedos y dejamos que el calor de ellos nos abrigara.

Esa sensación fue tan acogedora y hogareña que solo pedía volver a nuestra casa y seguir compartiendo esos bonitos instantes a su lado.

— Ascensor, es más rápido.— hablé cuando pude reaccionar.

— ¿Qué haremos cuando salgamos de aquí?

— No lo sé, ¿Tienes algo en mente?— bajé mi rostro para poder observarla, estaba sonriendo y eso me fascinaba.

— Sí, yo…— se detuvo, al igual que sus pasos.

Su vista estaba fija al frente, y no entendía por qué. Seguí su mirada, y maldije por lo bajo: el guardia con enorme barriga que no quería que entráramos, estaba a unos pasos delante de nosotros apuntándonos con su arma. Con la iluminación que el lugar me proporcionaba, capté que era novato; sus manos temblaban y, desde mi posición, pude notar el sudor en su frente, o quizá eran los restos de la lluvia.

— Muestren sus manos, y quédense quietos.— nos ordenó.

— No nos estamos moviendo.— resoplé, haciendo lo que pidió.

— Espera, ¿No eres el que estaba con el dueño del edificio?— asentí— ¿Cómo has entrado?

— ¿No es obvio? Por la puerta.— me burlé, el imbécil haciendo preguntas idiotas.

— No juegues conmigo. ¿Dónde está tu compañero?

— Encerrado con un muerto.

¿Para qué mentir? Era más que evidente. Sino estaba conmigo, entonces estaría en un espacio peor.

— Ustedes son los culpables de todo esto.— aseguró.

— Eres inteligente, bravo.— ironicé, aplaudiendo.

— ¡Quédate quieto!— exclamó, un tanto enojado— Ambos pagarán por eso, no…

El sonido ensordecedor de un disparo lo silenció.

Con asombro vi como su cara se transformaba en una de espanto, su respiración se volvió errática, y de su pecho comenzó a brotar sangre. Había recibido el disparo, y, cuando lo notó, retrocedió tropezando un par de veces y luego cayó al suelo. Colocó su mano temblorosa sobre la herida y apretó, a lo mejor creía que con eso se sanaría, pero sería imposible, más cuando la bala había atravesado su corazón. Al los pocos segundos, mientras que nosotros permanecimos inmóviles y sorprendidos, el de seguridad cerró sus ojos y dejó de respirar.

Miré a la persona que lo había causado, y negué con la cabeza. A pesar de haber matado a muchos ya, parecía no cansarse. Había llegado en el momento indicado, pero no hizo lo correcto.

— Les salvé el pellejo a los dos.— canturreó, su voz era de burla acompañada de superioridad.

— No era necesario matarlo.— bufé.

— De nada, ¿No te enseñaron modales, hermanito?

Rodé los ojos.

Lo único que me faltaba, que por el simple hecho de “ayudarnos” quedara como el superhéroe de la historia.

Jodido idiota engreído.

— Gracias… Ed.— contestó mi mujer.

Sí, quizá lo odiaba un poco, lo había golpeado, y sí, también dije que no quería su amistad. Pero lo de nosotros iba mucho más allá de lo que esa palabra significaba.

A Ed lo conocía desde que éramos pequeños, nos habíamos criados juntos en el orfanato; él era mi único amigo, a quien podía confiarle todo y contar con su apoyo… solo habían bastado unas pocas semanas para quererlo como a un hermano. Ni siquiera en el colegio nos separábamos, aún podía recordar las veces que nos quedábamos hasta tarde estudiando para tener un futuro mejor. Soñábamos con tener un empleo digno y dejar atrás el pasado donde solo éramos unos niños no queridos y vistos como un par de basura andante.

Y, cuando tuvimos la oportunidad de ser elegidos para un intercambio, viajamos a Londres e ingresamos a la universidad juntos. Los dos estudiamos la misma carrera, nos esforzamos hasta obtener nuestro título y, tiempo después de recibirnos, conseguimos trabajo en el psiquiátrico de Léonard. Pero claro estaba que mi hermanito era más sociable y amigable que yo, y por ello era él quien recibía más elogios de nuestro jefe. Eso nos diferenciaba mucho sin mencionar que, por ocultar nuestra niñez y permanecer constantes distanciados uno de otro dentro del edificio, nadie supo de nuestra amistad. Había que mantenerlo en secreto por lo menos hasta llegar a ese momento, aun cuando al inicio no pensamos que algo así podría ocurrir.

En fin, por estar tan entusiasmado, había olvidado contar la mejor parte de mi historia...

Todo había comenzado cuando conocí a Alejandra un año después de haber ingresado a la universidad; me había enamorado con solo verla y, cuanto más me relacioné con ella, más cautivado quedé con su belleza tanto del exterior como del interior, todo de ella me tenía locamente fascinado. Su carrera era actuación, normalmente pasaba más horas dentro del auditorio que en cualquier otra parte del lugar entretanto yo me esforzaba por no salir de la biblioteca e ir a visitarla. Aunque claro estaba que no siempre conseguía permanecer quieto; recuerdo que aprovechaba mis tiempos libres para ir a verla sobre el escenario, se veía tan hermosa interpretando diferentes papeles. Podía pasar las tardes enteras observándola sin aburrirme.

Así fueron avanzado los meses hasta que le confesé mi amor hacia ella. Creía que me rechazaría, pero fue todo lo contrario; saltó sobre mí, me abrazó con fuerza y dijo que me había tardado un poco. Siempre tuve ese problema de socializar, y más si se trataba de mujeres, parecía un niño del bachillerato tratando de hablar con alguien.

Pero eso no le importó, o al menos no lo mencionó.

Nuestra relación fue fluyendo poco a poco, conoció por completo a Ed, quien también había comenzado a salir con alguien muy importante en la vida de Alejandra; su amiga, Paula. Disfrutábamos de cada momento, y en algunas ocasiones salíamos los cuatro a cenar o simplemente a caminar por el parque. Eran bonitos tiempos, y todo estaba perfectamente bien. Los meses pasaron, convirtiéndose en años. Me gradué, al igual que mi hermanito, y quizá pudimos celebrarlo, pero no. Sabíamos que a nuestras novias aún les quedaban asignaturas por completar en ese lugar, y estar separados no era tan lindo de pensar. Solo eso bastó para que tuviéramos una idea clara; lucharíamos para darles lo mejor, queríamos estar con ellas para toda la vida así que,  ¿Qué mejor que tener dinero para comprar una casa y luego casarnos?

Así lo habíamos planeado, y así fue. Trabajábamos con Léonard mientras que ellas terminaban de estudiar. Juntamos lo suficiente para alquilar una casa cada uno, que con el paso del tiempo sería nuestra oficialmente, y solo quedaba lo difícil: pedirles matrimonio.

A Ed no le costó mucho conseguirlo, pero a mí, joder, cada vez que quería proponérselo me trababa y ninguna palabra salía de mi boca. Había pasado días nervioso tratando de encontrar el momento justo, hasta que un día ella sola dio con el anillo de compromiso. Me sorprendió vérselo puesto a la hora de la cena, se burló tanto de mí que juraba que le había pedido a la tierra que me tragara en ese instante. Alejandra tenía algo que me dejaba idiota, era ella la única que lograba ponerme inquieto y nervioso. Estaba tan enamorado que mi cuerpo y mente reaccionaban solo por ella.

Los siguientes días fueron de lo más caóticos, haríamos un fiesta doble y eso solo significaba más preparativos diferentes, aunque viendo el lado positivo, serían menos gastos. Verla con su vestido blanco fue algo que aún me enloquecía, fue como haber visto a un hermoso ángel; el momento en que se acercaba hasta llegar al altar pareció detenerse, todo era en cámara lenta menos el latido alborotado de mi corazón. A lo mejor notó lo ansioso que estaba porque, en cuanto llegó a mi lado, me sonrió y apretó suavemente mi mano.

Sabía que con solo una caricia suya, toda mi intranquilidad desaparecía.

Quizá fue casualidad o cosa del destino pero, enterarme que sería padre al igual que Ed, fue lo más loco que había creído jamás. Era absoluta felicidad, el ver como día a día su diminuta presencia se notaba un poco más hasta convertirse en nuestro bonito y personalizado globo terráqueo que pateaba y se movía constantemente.

Llevábamos más de un año casados, y la noticia del embazado fue de impacto… al igual que el final.

Esos cinco años fueron los más felices de mi existencia, tenía al amor de mi vida y a la luz de mis ojos en mi casa y a mi lado. Todo era como en un cuento de hadas, pero no todos tenían un «y vivieron felices por siempre» en el último párrafo. O por lo menos no la historia de mi hija Amara, ella era solo una pequeña niña que tenía toda su vida por vivir pero que, por solo un error, no fue posible.

Quizá ese fue el golpe que necesitábamos para darnos cuenta que no todo era color de rosa, y que, por más que quisiéramos, la felicidad no siempre estaba con nosotros.

Había perdido a la luz de mis ojos, dejándome en completa oscuridad, pero al mismo tiempo había perdido a mi esposa. Entendí que ese acontecimiento le afectó demasiado, a tal punto de no darse cuenta que yo estaba a su lado, se había encerrado en su dolor, y por más que quisiera ayudarla no pude. Los días siguieron y Alejandra se la pasaba en la habitación de nuestra hija, a veces podía escucharla reírse y hablar, otra llorar y gritar de dolor... eso me derrumbó todavía más. Odiaba ver como el amor de mi vida perdía todo su brillo, como se deterioraba cuando decía que aún podía oí la risa o la voz de nuestra pequeña.

Tuve que aferrarme más a ella, pude haber evitado su venganza, pero no creí que sería capaz de ir hasta la casa de la persona culpable e incendiarlo dentro. Esa noche había llegado un poco más tarde que lo habitual, y eso fue mi perdición. Al encontrar los papeles con la información del Andrew sobre mi escritorio, comprendí que mi mujer haría una locura, y así como había llegado a mi hogar, salí despavorido del terreno. El camino parecía ser eterno y cuando llegué ya era demasiado tarde, podía ver como el fuego se propagaba por toda la casa. Me preocupé creyendo que ella estaba allí dentro pero, cuando vi su figura salir por el pequeño portón, fue como si mi corazón volviera a su lugar.

Recuerdo que la abracé con todas mis fuerzas, y ella solo me sonrió diciendo que todo lo malo ya había acabado pero no era así. Sabía que la culparían por ello ya que hacía pocos días nuestra hija había muerto, todo la señalaría a Alejandra e iría a prisión si yo no hacia nada.

Así que sin más la subí a mi coche y llamé a Ed para que me ayudara. Mi única opción era que quedara internada en el psiquiátrico donde trabajábamos, la tendría cerca y podría cuidarla, estar con ella cuando me necesitara. Mi idea resultó mejor de lo que esperaba, falsificamos algunos papeles para que nadie supiera que estábamos casados o que nos conocíamos y todo siguió su rumbo.

Al comienzo todo estaba bien, pero con el paso de las semanas supimos que el encerrarla no había sido tan bueno. La esquizofrenia aumentó, y eso provocó que tuviera un cambio de personalidad; aún podía ver el odio en sus ojos, aún podía sentir el dolor que me consumió cuando tuvo su primera recaída. Fue desgarrador escucharla decir que todo era por mi culpa, cuando yo solamente quería ayudarla mientras tanto que a Ed lo adoraba. Desde que se conocieron se llevaban bien, pensaba que quizá esa fue la razón por la cual se creó una vida donde él era su mejor amigo. Así habíamos pasado esos meses, ella detestándome, yo obligándome a alejarme de su lado y mi hermanito perdiendo la paciencia. Pero todo llegaba a su límite, y estábamos en la vuelta final de la carrera.

Era una historia de amor y dolor que conocerían más detalladamente en otro momento.

— Mi cuñada sabe de modales, deberías aprender de ella.— aconsejó Ed, regresándome al presente.

— ¿Cómo es que no estás muerto? Creí que el camino de sangre era tuyo.— seguía dudando sobre si todo aquello no era un espejismo que se mostraba ante mí.

— Estaba a punto de dispararme, pero usé tu frase para tranquilizarla. No sabia que “meine verrücktheit” tenía tanto poder.— se burló, haciendo comillas al aire.

Mi locura.

Por supuesto que tenía poder sobre ella, eso había sido lo primero que le enseñé en alemán. Porque Alejandra era mi locura, era mi fortaleza, al igual que mi debilidad. Yo por ella haría cualquier cosa, sin importarme las consecuencias, ¿No era así cómo pensaba alguien que tenía locura? ¿Que no veía la línea que separaba lo malo de lo bueno? Claro que la demencia podía encontrarse en cualquier cosa, mientras que algunos la tenían en su cabeza, yo la tenía como esposa.

— La sangre que viste fue del primer guardia que matamos.— confesó.

Alcé una ceja.

— ¿Mataron?— pregunté con asombro.

— Competencia de quién quitaba más vidas.— dijo, restándole importancia.

¿Quién diría que alguien profesional sería capaz de asesinar a diestra y siniestra y sin lamentaciones? No había conocido a nadie que fuera igual que sus pacientes, y, sin embargo, ahí estaba Ed, con su aura de sabiduría y autoridad, quien lejos de la lupa podía convertirse en un sicario. Quizá tenía algunos demonios que lo atormentaban, ya que aún no superaba que sus padres lo hubieran dejado tirado en puto orfanato a su suerte, y sin nada que no fueran un par de dulces y una maleta con sus ropas.

Aun así, y sin poder dejar de cuestionar su comportamiento, no lo culparía por lo acontecido esa noche, es más, estaba agradecido por su ayuda. Sabía que sin él, lo más probable era que mi mujer no pudiera con todo, ella era fuerte pero a veces podía ser la persona más vulnerable y débil del mundo.

El olor a humo me quitó de mis pensamientos. Arrugué mi nariz cuando mi hermanito comenzó a aplaudir y a sonreír como demente.

— ¿Qué has hecho, Ed?— indagué.

— Tenía que desaparecer los papeles para que no quedara registros de nuestra presencia aquí,— se encogió de hombros— Así que incendié mi oficina y la tuya con ellos.— finalizó con su sonrisa inocente.

¿Mi oficina? ¿Cómo era posible? Alejandra había estado ahí minutos antes de aparecer en la habitación de Léonard, ¿Acaso no lo vio? Y si sí lo hizo, ¿Por qué no me lo dijo? Y mejor ni hablábamos sobre el hecho de que no me había mencionado que él seguía vivo y rondando por todo el nivel 2.

Me crucé de brazos y la observé, ella pareció sentirlo porque volteó a verme con el ceño fruncido.

— ¿Qué pasa?

— ¿Sabías que Ed iba a incendiarlo todo?

— ¿No?— estaba tan confundida que no sabía qué responder— Sí lo vi, pero no sabía qué tramaba.

— ¿Y no me lo dijiste?

— ¿Por qué lo haría? Creí que ya lo sabías.

— Déjala respirar, hermanito.— habló Ed— Ella no me vio tirando papeles por todos lados.— rió— Debiste de estar ahí, parecía un enorme desastre.

— ¿Acaso no planeaste hacer un desastre?

— No, la verdad es que estaba creando una montaña repleta de cosas que se quemaran para hacer una fogata.— se encogió de hombros.

¿Eso no era lo mismo que yo acababa de decir?

A veces Lockwell no podía permanecer callado y dejar que otros se quedaran con la última palabra, ni qué decir darles la razón a los demás. Y, una vez más, prefirió quedar en ridículo que admitir que yo no me había equivocado y que su idea era dejar todo el edificio entre cenizas y escombros.

Aunque, pensándolo bien, su plan no estaba tan mal, el fuego podría resolver nuestros problemas; las llamas arderían y quemarían cualquier clavo suelto que hubiésemos dejado sin darnos cuenta. Las imágenes de los cuerpos de los guardias pasaron frente a mis ojos, su sangre recubriendo el suelo, las perforaciones creadas por...

— Y las armas que usaron, ¿Dónde están?— pregunté, recordando que cuando vi a mi esposa, ella no traía nada en sus manos.

— En las oficinas que se están quemando.— respondió relajadamente— Y antes de que digas algo, te cuento que me encargué personalmente de limpiarlas y quitarles nuestras huellas...— hizo una pausa— Por cierto, agradéceme por dejarte al menos un par de balas. No sé que hubieses hecho sin mí.

— ¿De qué hablas?

— De que por poco vacío todas las pistolas, pero recordé que mi tonto hermanito necesitaría de algo para sentirse protegido.— declaró seguro.— También te hice un favor al enviar a los guardias al tercer nivel por un supuesto paciente descontrolado.

— Pues aquí están esos hombres.— dije, señalando algunos de los cuerpos.

— Si pero llegaron tarde y fueron muy obvios al subir por el ascensor.— hizo una mueca— Debieron de usar las escaleras, pero son tan perezosos que prefieren hacer el mínimo movimiento.

— Yo cerré con llave creyendo que entrarían por ahí.— confesó mi esposa.

— Deberías de saber, cuñadita, que esos escalones están nuevos y que nadie los han pisado desde hace años.— exageró, quizá una o dos usadas tenían.

— Bueno, pues, felicidades. Hasta que por fin usaste el cerebro.— me burlé de él.

— Siempre lo hago, no como tú.

— Ed no me dejó conservar la pistola.— puchereó mi esposa y quise besarla.

— Luego te consigo una mejor.

— ¿En serio?— su tono de voz se dividía entre el asombro y alegría.

— Por supuesto.

— Por supuesto que no.— me negué— Alejandra no necesita de algo así.

— Seguiremos cuando el aguafiestas no esté.— dijo mi hermano y ella asintió.

Meneé la cabeza y bufé, esos dos eran todo unos lunáticos. Pero aún así no podía quejarme, los quería de todos modos y no sabría qué hacer si algún día me faltaran.

— ¿Qué diría Léonard si te viera quemar su lindo psiquiátrico?— ironicé, olvidando por completo el asunto del que hablaban.

— Diría que soy un idiota, como siempre lo hacía.

— Y no se equivocaba.— bromeé.

— Mira, será mejor que no me molestes.— gruñó, tirando el arma que portaba cerca del cuerpo de último guardia y luego precedió a quitarse los guantes de látex para guardarlos dentro del bolsillo de su bata— Todavía me debes una por decir ese estúpido diminutivo.

— Ella también lo decía.— le recordé inclinando mi cabeza a un lado, precisamente hacia el lugar donde estaba Alejandra.

— Oye...— trató de quejarse pero Ed la interrumpió.

— Ella tenía sus razones para hacerlo, además no estaba en sus cinco sentidos, tú sí.

— ¿Qué harás si te sigo llamando así? ¿Acaso me gritaras que ese no es tu nombre?— indagué con media sonrisa.

— Te puedo hacer algo mucho peor que gritarte.

— ¿Cómo qué? ¿Quieres golpearme?— Ed asintió— Eso no es justo, hermanito.

— Claro que sí, sabes perfectamente que no me gusta que modifiquen mi nombre. A ti podría molerte a golpes, en cambio ella es una mujer, lo más violento que podría llegar a hacer es levantarle la voz.

— ¿Seguirán hablando como si yo no estuviera?— preguntó mi esposa, cruzándose de brazos.

— Relájate, Eddie, querido. Jamás te volveré a decir así.— le aseguré.

Me miró furioso y no pude evitar reírme a carcajada.

La felicidad me había abrazado de tal manera que todo me alegraba, y todo gracias a que tenía a las dos personas más importantes en mi vida a mi lado… sin contar al pequeño ángel que nos cuidaba desde el cielo.

— Es hora de irnos.— habló mi mujer cuando dejé de reírme.

Asentí y comenzamos a caminar por el pasillo, rumbo al ascensor.

Después de meses esperando, por fin saldría de ese lugar con Alejandra. Volveríamos a nuestra vida de antes, y a tratar de superar la pérdida pero esa vez lo haría bien; estaría cuando me necesitara, estaría con ella como esposo y como psicólogo, ya que me sentía preparado para ello.

— Ya es tiempo de volver a casa.— suspiró Ed, al entrar al elevador.

— Volveremos a ser felices.— le susurré a mi esposa.

— Y a estar juntos.— dijo, con una sonrisa.

Besé su frente, y la abracé.

Solo bastó con imaginarme estar cada minuto del día a su lado, para que mi pecho se inflara de felicidad. Era una sensación inexplicable, me sentía liviano y libre… me sentía la persona más afortunada del mundo. Había recuperado al amor de mi vida, y no iba a permitir que nada ni nadie nos volviera a separar.

Después de todo, había ido hasta el fin del mundo por ella...

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